Desde hace semanas me ronda un pensamiento la cabeza que tenía que compartir con vosotros: ¿Por qué los momentos qué queremos que sean eternos vuelan y aquellos que querríamos que ni existiesen duran siglos en nuestra mente?
Creo que realmente no somos para nada conscientes de aquello qué nos hace feliz sin pensar si quiera que lo está haciendo. Creedme cuando os digo que si tenemos que pensarlo ya no nos hace tan feliz. Sin embargo, cuando algo nos duele, y nos duele tanto que nos taladra la cabeza y el corazón cada segundo que estamos despiertos (a veces incluso en sueños), eso es algo que multiplicamos por mil, que damos una importancia capital en nuestra existencia.
Relativizar, sin minusvalorar, es de las tareas pendientes del ser humano. Por otro lado valorar, sin normalizar para no aburrir, es otro de los deberes que nos vamos dejando siempre para casa. Lo bueno deberíamos vivirlo mucho más intenso que lo malo y suele ser totalmente al revés.
¿Qué explicación le podemos dar? Después de muchas vueltas a la cabeza lo tengo claro: aquello que nos duele lo sentimos como nuestro, aquello que nos hace felices lo compartimos hasta con aquel que ni nos conoce.
También, quizás, seamos imbéciles
Pero eso ya, da para otro capítulo
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